lunes, 22 de febrero de 2010

REFLEXIONES SOBRE HAITÍ Una perspectiva histórica

Detengámonos a reflexionar un momento. Detengámonos a reflexionar y analicemos con eso que algunos denominan “espíritu crítico” (pero que yo, personalmente, prefiero tildarlo con la etiqueta de “espíritu democrático”, por cuanto se trata de un proceso enclavado en las antípodas de la alienación perenne a la que se empeñan en someternos los guardianes del sistema que padecemos), qué entendemos por una dinámica positiva y otra negativa.

En 1804 se consuma el éxito de una Revolución en Haití (emprendida en 1769). Territorio eminentemente de esclavos procedentes de las costas africanas, que surte de opulentas ganancias a su metrópoli francesa, se convierte en el primer país del centro y del sur del continente americano en proclamar su independencia. Constituye, por lo tanto, un hito histórico de enorme trascendencia, y también ¿positivo? No. En absoluto. El ejemplo brindado por una legión de harapientos, parias y desheredados, que se han revelado capaces de tomar las riendas de su propio destino y de doblegar a un imperio en auge, al que le han privado de una de sus fuentes de ingresos y de negocio más lucrativa, junto al hecho de la ubicación geográfica privilegiada del Estado recién formado, se considera una afrenta mayúscula, y en las cancillerías occidentales se impone el criterio de que conviene atajar tan nociva referencia. Con el pretexto, primero, de impedir que la “peste” (que supuestamente asolaba a la población haitiana), se extendiera a otros lugares de América, y, después, esgrimiendo la tan manida “inestabilidad política” reinante allí, los Estados Unidos invadieron Haití en 1915, prolongando su presencia militar hasta 1935. Paralelamente, Francia, que se sentía agraviada por una colonia díscola que la había humillado, decretó sanciones económicas contra ella, en forma de pago de compensaciones derivadas de las pérdidas ocasionadas a raíz del fin del tráfico de esclavos. Un pago que Haití terminó de abonar en 1947.

¿Qué objetivo “humanitario” se perseguía con la invasión estadounidense? Ni más ni menos que instalar en el poder de manera férrea y brutal a la minoría mulata, que se había ofrecido para garantizar que los intereses de las potencias occidentales nunca más se vieran seriamente comprometidos, frente a las masas populares de afrodescendientes, relegadas a la marginalidad, la miseria y a soportar el yugo implacable de sus nuevos amos. En este contexto, surge, en 1957, la figura de François Duvalier, bautizado con el apelativo cariñoso de “Papa Doc”, una marioneta en manos de los sucesivos gobiernos de Washington, y que en 1964 obtuvo las credenciales de “presidente vitalicio”. ¿Acaso hemos de calificar esto de “acontecimiento de tipo negativo”? Pues tampoco, ya que Duvalier garantizó que los vientos revolucionarios que soplaban en otros lugares del Caribe y de América Central y de Sur no se registraran también en este emplazamiento antillano, aunque fuera a costa de instaurar una dictadura militar que aplicó algunas de las recetas más oprobiosas de cuantas la CIA recomendaba a los líderes regionales “amigos”. Todos deberíamos solazarnos por el hecho de que Haití continuara encuadrada dentro de las naciones del “mundo libre” y mostrar nuestro agradecimiento a “Papa Doc” por su tremenda lealtad a los postulados de la “primera Democracia” del planeta.

Como en los mejores cuentos, a Duvalier le sucedió su hijo, Jean-Claude Duvalier (apodado “Nené Doc”), en 1971, siempre de acuerdo al ordenamiento constitucional vigente, algo que no carece de importancia, por cuanto incluso los sátrapas más sanguinarios pertenecientes al bando de los “buenos”, el bando que Occidente representa, tienen la obligación de atenerse a unas normas legales muy escrupulosas si aspiran a sentarse en nuestra misma mesa (neo)liberal. Sin embargo, en esta ocasión, la degradación alcanzó tales extremos que, en enero de 1986, se desencadenó una insurrección popular que expulsó al tirano de su trono, enviándole al exilio. ¿Una buena nueva que ensalzar? No penséis eso ni por asomo. Inmediatamente, el Ejército de Haití, bien aleccionado por sus colegas norteamericanos, reaccionó con celeridad para restaurar la “legitimidad” del antiguo régimen, aunque esta vez, como la familia Duvalier se hallaba enormemente desacreditada, el mando lo asumió directamente un general llamado Henri Namphy.

A partir de entonces, se asistió en Haití a una constante pugna de las élites dominantes por ascender a la cúspide de la hegemonía política, y un golpe de Estado simplemente significaba un breve paréntesis antes del estallido de alguna revuelta social, que, a su vez, desembocaba en otra intentona golpista. ¿Un drama nefasto? Nada de eso. La desestabilización permanente supone una auténtica bendición para las empresas multinacionales, por cuyos favores rivalizaban los ambiciosos candidatos y clanes enfrentados entre sí, y facilitaba mucho las cosas a la hora de acometer empresas de gran magnitud y nunca lo suficientemente bien ponderadas como la deforestación salvaje y concienzuda de los bosques. Ojalá en todas partes se encontraran nuestros ilustres magnates y empresarios con tantas facilidades como en Haití.


En 1990, a los haitianos se les concedió, por vez primera, el inmenso honor de poder votar con un ápice de libertad mayor que hasta entonces, a su presidente. El Muro de Berlín había caído hacía pocos meses, el “ogro” soviético se desplomaba paulatina e inexorablemente, la Administración estadounidense proclamaba el advenimiento de un “nuevo orden mundial” que reportaría por fin la paz, la justicia, la solidaridad y la democracia a todos los rincones del orbe, y se juzgaba oportuno transmitir siquiera la ficción de que tan extraordinario hecho se estaba produciendo. También en Haití. Sin embargo, el pueblo llano, el “vulgo” del que hablaban los antiguos romanos, tiende a obstinarse en alternativas y opciones, cuando se adueña de él el entusiasmo, que colisionan frontalmente con los preceptos básicos de los que dominan el cotarro, y por esa razón, los haitianos cometieron el inmenso error de designar en las urnas a Jean-Bertrand Aristide para que les gobernara. Este párroco de una pequeña parroquia de Puerto Príncipe que se yergue sobre uno de los barrios más miserables de la capital, el de La Saline, evidenció una inclinación hacia sus compatriotas más pobres que excedía los márgenes de la caridad cristiana. Claramente se significó como un “izquierdista” peligroso, y eso le valió que se orquestara contra él un golpe de Estado, en septiembre de 1991, que lo condujo al exilio.

Aquello no funcionaba, porque la población haitiana veneraba a su derrocado presidente, lo cual entorpecía mucho la tarea de las multinacionales, de forma que, transcurrido un tiempo, en octubre de 1994, los Estados Unidos intervinieron de nuevo directamente con lo más granado de su arsenal para restituir a Aristide, imaginando que el período de “reeducación” que le habían aplicado había resultado un éxito y que ya no retornaría a sus pasadas veleidades “izquierdistas”, y, de paso, se acometía un lavado de imagen por parte de la Casa Blanca que, por una vez sin que sirviera de precedente, no movilizaba a sus poderosas legiones para promover a un dictador sino para devolver la poltrona presidencial a alguien que había accedido a ella a través de cauces innegable e intachablemente democráticos. Pero no. Hete aquí que Aristide regresó aún más “izquierdista” de lo que se había marchado. Tanto es así, que se atrevió a firmar un decreto-ley según el cual los paupérrimos salarios de los trabajadores haitianos se incrementaban en diez centavos de dólar y, para más inri, hasta coqueteó con la idea de que su país ingresara en el ALBA, esa monstruosa alianza urdida por Cuba y Venezuela, y que preconiza, entre otras muchas cosas, unos intercambios comerciales justos, éticos y equitativos.

Así pues, en cuanto se agotó la paciencia de la “comunidad internacional”, allá por 2004, a Aristide le introdujeron en un avión rumbo a Sudáfrica (de donde, muy probablemente, sus antepasados nunca debieron haber salido), y nombraron un gobierno interino que comandaba… ¡el jefe de los “marines” en la zona! Todo un acontecimiento estelar, por cuanto dicho personaje exhibía una tez blanca como nunca antes se había contemplado por aquellos lares. Enseguida, por supuesto, la ONU otorgó su beneplácito a semejante atropello, de modo que los “marines” se transmutaron en “cascos azules” que cumplían una misión “humanitaria”, a la que con emoción indisimulada se sumaron potencias tan bienintencionadas como Francia (que nunca acaba de fiarse de su “querido amigo” yanqui y siempre asoma para certificar que el imperialismo de éste no implica un detrimento de su propio afán imperialista), Brasil, Marruecos o… España. Había costado lo suyo, pero finalmente se podía afirmar, que, salvo por conatos aislados de violencia “terrorista”, reinaba de nuevo la armonía en la lejana Haití.

Un seísmo de 7,0 en la escala de Richter, ha arruinado temporalmente las expectativas de que la situación en Haití continuara indefinidamente por esos mismos derroteros. Pero la conmoción ha durado poco. Lo justo para diseñar una nueva estrategia que permita apretar aún más la clavijas a una población castigada por más de dos siglos de injerencias y de represión. Sólo les faltaba ahora que les sobreviniera la “doctrina del shock”, ésa que con tan excelentes resultados se ha desarrollado en otros puntos de América Latina, Asia, África, Europa del Este o incluso en los mismísimos Estados Unidos (y si no, recordad el “efecto Katrina”). Menos mal que con Barack Obama al frente de las operaciones, toda esta dinámica de ocupación militar, reparto desigual de la ayuda (sólo destinada a rescatar de entre los escombros y los cascotes a los más pudientes, comenzando por los extranjeros), y explotación de los recursos naturales todavía más acentuada, el retrato no se nos antoja tan nauseabundo como en la era Bush. ¡Si por algo la sabiduría popular afirma que no hay mal que por bien no venga!

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